Aparentemente, tanto el grosor del aislamiento como la cobertura de la piel son determinantes de la pérdida de calor. En la vida real, estos dos factores están correlacionados en el sentido de que las prendas de abrigo no sólo son más gruesas, sino que también cubren una mayor proporción del cuerpo que las utilizadas en verano. En la Figura 42.10 se demuestra que estos efectos en conjunto producen una relación casi lineal entre el grosor de la prenda (expresado como volumen del material aislante por unidad de superficie de la prenda) y el aislamiento (Lotens 1989). El límite inferior viene dado por el aislamiento del aire adyacente y el límite superior, por la posibilidad de utilizar la prenda. La distribución uniforme proporciona el mejor aislamiento en climas fríos, pero las prendas que pesan y abultan mucho en las extremidades resultan poco prácticas. Por consiguiente, el grosor de la ropa suele ser mayor en el tronco y la sensibilidad de algunas zonas de piel al frío está adaptada a esta práctica. Las extremidades desempeñan una importante función en el control del equilibrio térmico del ser humano y un elevado aislamiento de las extremidades limita la eficacia de esa regulación.
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