Las personas que viven en áreas urbanas pasan entre el 80 y el 90 % de su tiempo realizando actividades sedentarias en espacios interiores, tanto durante el trabajo como durante el tiempo de ocio (véase la Figura 45.1).
Este hecho ha llevado a la creación de ambientes interiores más confortables y homogéneos que los exteriores, sujetos a condiciones climáticas variables. Para ello, ha sido necesario acondicionar el aire de estos espacios, calentándolo en invierno y enfriándolo en verano.
Para que el sistema de acondicionamiento fuera eficaz y rentable, había que controlar el aire que entraba en los edificios desde el exterior, cuyas características térmicas eran contrarias a las deseadas. Ello se tradujo en edificios cada vez más herméticos y en un control más riguroso de la cantidad de aire exte riior utilizada para renovar las atmósferas interiores más
viciadas.
Con la crisis energética de principios del decenio de 1970 —y la consiguiente necesidad de ahorrar energía— cambió la situación, se redujo drásticamente el volumen de aire exterior utilizado para ventilación. Lo que se hacía entonces era reciclar muchas veces el aire del edificio. Por supuesto, el objetivo era reducir el coste del acondicionamiento del aire. Pero comenzó a ocurrir otra cosa: aumentó considerablemente el número de quejas, molestias y problemas de salud de los ocupantes de los edificios. Lo cual, a su vez, repercutió en los costes sociales y financieros debidos al absentismo y llevó a los especialistas a estudiar el origen de las quejas que, hasta entonces, se pensaban ajenas a la contaminación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario